domingo, 8 de septiembre de 2013

The Dresser (La sombra del actor) - (1983) - (Director: Peter Yates) - El Cine olvidado


La sombra del actor

Título original: The Dresser

Año: 1983

Duración: 118 min.

Paí:s Reino Unido.

Director: Peter Yates.

Guión: Ronald Harwood (Teatro: Ronald Harwood).

Música: James Horner.

Fotografía: Kelvin Pike.

Reparto: Albert Finney,  Tom Courtenay,  Edward Fox,  Eileen Atkins,  Michael Gough,  Zena Walker.

Género: Drama.

Sinopsis:

Inglaterra, II Guerra Mundial (1939-1945). Un decadente actor shakesperiano y su ayudante mantienen una extraña relación que oscila entre la devoción y el resentimiento. El actor, entregado en cuerpo y alma a su profesión, vive obsesionado por mantener en pie su compañía pese a todas las dificultades. Su ayudante, que es también un apasionado del teatro, vive a merced de las delirantes exigencias del actor. Los bombardeos alemanes contra Inglaterra sirven de telón de fondo a esta historia.



Premios:

1983: 5 nominaciones Oscar: Actores (Finney & Courtenay), direct., película, guión adaptado.

1983: Globos de oro: Nominada Mejor película extranjera, Courtenay ganador al mejor actor.

1984: Festival de Berlín: Oso de Plata - Mejor actor (Albert Finney), Premio C.I.D.A.L.C.

1984: BAFTA: 7 nominaciones, incluyendo Mejor película.

COMETARIOS:

Aunque el actor sea el centro y el texto, de vibrante y omnipresente diálogo, sea una adaptación de una obra de teatro, por el propio autor, Ronald Harwood, ‘La sombra del actor’ (The dresser), no es una obra teatral en el sentido peyorativo del término, de funcional realización escénica, subordinada a texto y actor. Yates la dota del necesario dinamismo, con un intenso ritmo que no desfallece.

Una historia en la que el cine homenajea al teatro, recreando las circunstancias que rodean a una representación del Rey Lear en un teatro de provincias de Inglaterra durante la II Guerra Mundial.

La compañía está dirigida por su veteranísimo primer actor ya en el ocaso de su carrera, histriónico y egocéntrico. A causa de la guerra, sus actores habituales han sido llamados a filas y para sustituirlos sólo cuenta con sustitutos añosos o rechazados por el ejército.

Su decadencia física, la guerra, todo le abruma. Su apoyo más firme es su ayudante; le cuida, le ayuda a cambiarse, a maquillarse, a descansar, se preocupa constantemente por los mil problemas que van surgiendo, entregado a su amor por la escena. Esta relación no es correspondida: un gran actor considera natural la pleitesía hacia él, no guarda ningún miramiento hacia esa sombra, llena de humildad, afeminado y sensible que soporta todos los chaparrones.

Los paralelismos del actor con el rey Lear al que está representando, lo que va sucediendo simultáneamente entre bastidores: los celos artísticos, la ambición, las rivalidades… y todo ello impregnado de una luz rojiza, o semioscuridad -años cuarenta, teatro de provincias- que le confiere una sugestiva intensidad.

Toda la historia rezuma amor al teatro, a la esencia de la interpretación, alegoría y metáfora del mundo, tal como expresa el actor en un parlamento al final de la obra:

”Vivimos tiempos peligroso, nuestra civilización está bajo la amenaza de las fuerzas del mal y nosotros humildes actores hacemos lo que podemos para luchar como soldados en el lado bueno de la gran batalla”.

Albert Finney, avejentado para el papel, como en su Scrooge, 13 años antes, al parecer inspirado en el actor Sir Donald Wolfit y su asistente, Norman (Tom Courtenay), tarea que el propio autor realizó con Wolfit durante la segunda guerra mundial, que es cuando acaece la acción (durante la representación, actores y espectadores continúan unos y otros en su sitio, ajenos a las bombas que caen). La obra sí es teatral porque no deja de realizar apuntes, sobre todo implícitos, sobre la vivencia teatral. No me refiero, sólo, a la disección implacable de las turbulencias emocionales que acaecen entre bastidores, que contrasta con la fascinación e idolatración que despierta en el espectador la figura que representa/actúa en el escenario. Sino a cómo el mismo Norman, corazón de la narración, vive en su particular teatro que domina, el de los camerinos, en el que es rey y señor, en el que no sólo es asistente de maquillaje y vestuario, sino el nutriente e incentivador vital, el psicólogo y terapeuta del actor, de aquel que domina el otro escenario, pero que en el camerino es una figura quebradiza, desamparada, voluble, insegura, una tortuosa amalgama de emociones que le dominan.

Ese desamparo es el que el asistente, Norman, contrarresta, insuflándole la necesaria fuerza que le reafirme, que consiga que supere sus dudas y desesperaciones. Añádase que el actor ha entrado en barrena, su resistencia está llegando al límite.

En una excelente secuencia, paseando por la calle, se encuentra junto a una casa ardiendo, por el efecto de un bombardeo, con el anciano dueño, con la mirada perdida. Sir le ofrece unas entradas para la representación del Rey Lear, un gesto impotente, que es mezcla de enajenación y de desesperación. En las secuencias siguientes está gritando por el mercado, despojándose de su ropa. El interior de Sir es una casa en llamas. Y Norman es su particular bombero. Es sobrecogedora su firmeza y perseverancia para conseguir que recupere la confianza (no recuerda ni cuáles eran las primeras líneas de texto).


Es sobrecogedor el contraste entre esa dilatado forcejeo entre asistente y actor para que este logre ‘dominar’ el escenario, saliendo de su estado enajenado, exhausto, y la representación de la obra, que finaliza con el portentoso tour de forcé de Sir/Lear/Finney ante el cadáver de su hija, Cordelia. Toda ese trasiego de emociones, de sordidez, y desesperación está expresado con eficacia, sin incurrir en subrayados, con brillantes apuntes de humor como todo el denodado esfuerzo que realiza Norman junto a otros técnicos y actores para hacer el adecuado ruido de la tormenta con los efectos de sonido, para que el Sir les grite que ¿Dónde estaba esa tormenta?.

Pero ante todo la película sí es subyugante es por el soberano ejercicio actoral de la pareja protagonista, Finney y Courtenay, que fueron los rostros, cuando comenzaron su carrera en el cine, del Free cinema (de hecho la revelación de Courtenay fue con ‘Billy Liar’ de Schlesinger, que Finney había interpretado en el teatro). Ambos actores se habían desligado del cine en la década de los 70, una década en la que la producción británica había perdido lumbre creativa (alargándose en la década de los 80), con los mismos directores del free cinema trabajando en producciones estadounidenses (excepto un Lindsay Anderson desubicado con su ‘O Lucky’, 1973). Finney sólo había interpretado cuatro películas (con Neame, Frears, Lumet y Scott), y un cameo en la década de los 70 (con Mel Brooks). Courtenay, sólo tres (con Clement y Wrede). Éste había protagonizado a Norman tanto en Londres como en Broadway, enfrentado a Freddie Jones y Paul Rodgers respectivamente. Su interpretación es un despliegue de exuberante histrionismo, porque cada uno es un histrión en sus escenarios. Y hacen sentir, de un modo desgarrador, el desamparo que sienten fuera del escenario, caso del actor, y el que sentirían si se quedara sin su trabajo, si tuviera que dejar de ser esa sombra que le hace sentirse no sólo protagonista, sino, para alguien que además es homosexual (en cuyo amaneramiento puede explayarse en este ámbito sin preocupación) enraizado, acogido, en un mundo que es su hogar, su refugio.(solaris)



En resumen, magistrales interpretaciones de Albert Finney y Tom Courtenay, bajo la dirección de Peter Yates en un film memorable.

Tráiler:



Escena de la estación:


Calificación: 5 de 6.

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