miércoles, 11 de junio de 2014

Peter Yates - (Directores olvidados)




Peter Yates



Peter Yates, nacido el 24 de Julio de 1929 en Aldershot, Hampshire, Reino Unido y fallecido el 9 de enero de 2011 en  Londres, fue un director y productor de cine británico. Realizador de varios filmes clásicos como "Bullitt", "John y Mary", "La sombra del actor", "El confidente" o "La guerra de Murphy", entre otras. Fue nominado cuatro veces al Premio Óscar, una como mejor director y como mejor productor por "El relevo" en 1979, y dos más (director y productor) por "La sombra del actor", en 1983.

Olvidado desde prácticamente finales de los 80, reciclado con cierto éxito a la televisión en los 2000 y con su mejor época localizada entre mediados de los 60 y mediados de los 70 nunca fue una figura, no creo que, ni siquiera tras el triunfo descomunal de “Bullit” fagocitado por Steve McQueen, casi nadie se preguntara nunca deseoso por la siguiente película de Peter Yates. Era un hombre al servicio, al servicio del cine, de la industria o de las estrellas, pero no por ello dejó de ser un realizador de ciertas inquietudes, honrado siempre, e inspirado unas cuantas veces.





Pero primero un poco de retrospectiva. Yates comienza a llamar la atención y a labrarse un nombre como eficaz profesional trabajando como ayudante de dirección u ocupándose de la segunda unidad en diversas producciones británicas o norteamericanas filmadas en Inglaterra durante la primera mitad de los 60. Alterna por igual trabajos dentro del free cinema, trabaja para Tony Richardson en “El animador” (1960) y “Un sabor a miel” (1961) y para el espléndido director de fotografía Jack Cardiff en la prestigiosa “Hijos y amantes” (1960) con desempeños en comedias para artistas de moda, “Serious charge”, para un Cliff Richard (y sus Shadows) que tendría futura importancia, o con repartos estelares, “Operación Robinson” en 1960, contando con nada menos que James Mason, George Sanders y Vera Miles, ambas realizadas por Guy Hamilton. 





También participa en superproducciones como “El albergue de la sexta felicidad”, su debut en 1958 a las órdenes de Mark Robson o el popular film de hazañas bélicas como “Los cañones de Navarone”, rodado en 1961 por el reivindicable J. Lee Thompson, al igual que Hamilton u otros casi contemporáneos como Terence Young, Michael Winner, Bryan Forbes o hasta Richard Lester, importaciones británicas al mercado hollywoodiense que confiaba en su habilidad artesanal, sus acabados modernos y una nada desdeñable habilidad con los actores para lograr una cine diferente para una década diferente en cuanto a gustos como iba a ser la de los 60. Si durante esta etapa aprendió el oficio, se familiarizó con diferentes sistemas de producción y presupuestos y pudo acercarse al trato con las estrellas, lo cual tuvo sin duda una influencia en su futura asimilación americana donde era reclamado con asiduidad como director para estrellas en ciernes, su siguiente gran facultad, la de director de acción, sin duda comenzó a fraguarla en su siguiente etapa profesional, la televisión.





Después de que Cliff Richard se acordase de él para su nueva película pop de 1963” Vacaciones de verano” y tras otra ignota comedia titulada “One way pendulum”, protagonizada por el cómico Eric Sykes, de la que nada sé más allá de poder intuir ciertos parentescos con otros filmes de la época como “El honrado gremio del robo” (1963, Cliff Owen). Yates será reclamado por la televisión en dos serie consecutivas; primero las aventuras de Simón Templar en El Santo para Roger Moore entre el 63 y el 65 y luego un título de culto para el no menos de culto Patrick McGoohan, “Cita con la muerte” (o Danger Man) un show de espionaje sofisticado en el cual el divo interpretaba al implacable John Drake y que sirvió como punto de partida para la fascinante “El prisionero”.

Aun así el calibre como director de acción de Yates no se mide en realidad hasta su consagración en 1967 con “El gran robo” (Robbery en el original, fue editada en VHS en España y luego nunca más se supo). Un título personal, el único guión de él mismo de toda su carrera, y una ficcionalización del recientísimo asalto al tren correo de Glasgow, que había tenido lugar en 1963 convertida en un “criminal procedural” minucioso, estiloso y vibrante. Beneficiado, además por el protagonismo carismático del gran actor Stanley Baker, a quien había conocido durante el rodaje de “Los cañones de Navarone”, y un formidable grupo de característicos (Frank Finlay, Barry Foster, George Sewell,…), la película fue un moderado éxito y su brilantez, ya en color, llamó la atención de la industria americana que buscaba directores que ofrecieran exactamente aquello que Yates tenía: vanguardia asumible por todos los públicos.





“Bullit” es en gran parte eso, un ojo puesto en la contemporanización de moldes clásicos (la Brigada Homicida de Don Siegel, por ejemplo) y el otro en su ruptura/deconstrucción (el A quemarropa de Boorman) con el añadido de suponer una vehículo (en todos los sentidos) perfecto para el lucimiento de una nueva estrella. La operación no puede saldarse mejor, especialmente para McQueen, convertido de inmediato en mucho más que un actor, en un icono. El film, por su parte, resiste el tiempo con brillantez, permanece elegante y sobrio, con el punto justo de experimentación tan habitual de la época. Para Yates supone una entrada en la industria gloriosa, pero también una hipoteca, que, como en tantos otros casos parece saldarse con una especie de pacto alterno consistente en el consabido: una para mí, otra para la industria. Aunque en realidad esto casi nunca es así y menos cuando se trata de artesanos como el británico, los cuales trabajaban por encargo la mayoría de las veces, moviéndose para conseguir proyectos de interés o que se amoldaran a sus mejores características. No será el caso de su siguiente film, la “dramedia” John y Mary, la cual explica por si misma con bastante claridad las servidumbres del oficio. Es, otra vez, una producción al servicio de las nuevas estrellas de la época, cuya disimilitud física con las del Hollywood clásico debía traducirse unos nuevos moldes expresivos, en este caso inspirados en el cine europeo y en su mayoría pendientes de soluciones totalmente coyunturales. Además se trata de un trabajo subsidiario, una continuación, vía Dustin Hoffman del tono y modismos de la insufrible “El graduado” de Mike Nichols.





“La Guerra de Murphy”, un año después, resulta mucho más interesante pese a estar de nuevo, totalmente al servicio del one man show de Peter O’Toole, al trasladar con mucha garra (guión del formidable Stirling Silliphant) los motivos del Moby Dick de Herman Melville al contexto de la 2ªGM, con un mecánico empeñado en hundir un U-Boat alemán que comanda el Capitán Kronos “hammerita”, Horst Janson. Sobre “Un diamante al rojo vivo”, mejor decir poco, para no ensañarse principalmente. Una comedia sin gracia sobre robos perfectos y ladrones patosos para el supuesto talento de Robert Redford, acompañado por George Seagal para la ocasión. Lo peor es que parte de una novela del gran Donald E. Westlake que encima se supone adaptada por otro excepcional escritor como es William Goldman. Casi como contrafigura de este bodrio (que hay que reconocer tine sus defensores) se levanta The friends of Eddie Coyle, archisórdido, desesperado y desolador thriller con un Robert Mitchum en la cumbre. Obra maestra absoluta, cruda y lúcida, tierna e implacable. Tristemente olvidada hoy y un fracaso en su día. Yates regresa entonces a los subproductos para estrellas y lo hace de la peor manera con una comedia nuevamente subsidiaria, ahora sobre el ¿Qué me pasa doctor? (1972) de Peter Bogdanovich. En ¿Qué diablos pasa aquí? (hasta la distribución española se había enterado del objeto de la operación) la pareja de alocada y soso, ahora un joven matrimonio con problemas financieros, la forma para la ocasión la inaguantable Barbra Streisand y el muy soso Michael Sarrazin, incomprensiblemente convertido al estrellato tras el "Danzad, danzad malditos" de Pollack en 1969.






Digamos que, a partir de aquí la filmografía de Yates no mejora precisamente, encadenando otra infumable comedia de acción y un nuevo exploit. Tirando de su habilidad para rodar persecuciones le cae encima un engendro titulado “El madre, la melones y el ruedas”, acerca de la rivalidad entre ambulancias en Los Ángeles. A la indigencia de la historia se une un reparto imposible: Bill Cosby, Raquel Welch Y Harvey Keitel. “Abismo” será el plato precocinado de temporada. Caliente todavía el éxito ciclópeo del fenomenal “Tiburón” de Steven Spielberg en el 75, se coge cualquier otra novela de Peter Benchley con tema marino y se factura algo que recuerde, aunque sea lejanamente, presencia del Robert Shaw incluida. Nick Nolte en plena vorágine “Hombre rico, hombre pobre” intenta lanzar su carrera y por lo demás queda el placer de una Jaqueline Bisset a remojo y más guapa que siempre. Para sorpresa de propios y extraño y cuando parecía que la orilla hollywoodiense se alejaba entre títulos de cada vez más lejano interés para el público Yates resurge con un film-sorpresa (su impacto fue tal que incluso provocó una secuela con forma de serie televisiva de breve vida) que además resulta ser de los mejores de su carrera: “El relevo”. 




"Breaking away", o "El relevo" en su simplificador título español es un ejemplo de esa capacidad de Yates para intuir el buen guión y potenciarlo con su estilo vigoroso y su notable dirección de actores. En principio una típica historia americana de fin de la adolescencia, asunción de responsabilidades y sueños demolidos que consigue superar la mayoría de los lugares comunes y los tópicos blandengues de este tipo de cine gracias a la absoluta modestia con la que están abordados. Contándolos todos con la sinceridad de la primera vez y logrando que, en base a esta limpieza, a esta franqueza, se sostengan incluso momentos tan discutibles como su parcialmente triunfalista final, en el cual los perdedores, por una vez, ganan.





Pese a todo las cosa no cambien demasiado y los 80 comienza más o menos donde se había desarrollado los 70, en las lindes de cine-best seller. En 1981 tocan William Hurt, lanzado por Lawrence Kasdan en esa tórrida relectura de los códigos del noir que fue “Fuego en el cuerpo”, y una Sigurney Weaver en proceso de feminización tras ser la aguerrida Ripley en “Alien”. Christopher Plummer y James Woods intentan dar empaque pero “El ojo mentiroso” sigue siendo una fórmula aguada con forma de intriga/romance. Su regreso a Gran Bretaña resulta todavía más espantoso y se salda con la aburrida “Krull”, un merenguenado que toma elementos de “La guerra de las galaxias” y de “Excalibur” para ofrecer a cambio un compost apelmazado con protagonistas horribles y estética ramplona pese a un notorio desembolso. A Yates le comenzaba a fallar el pulso.




Su siguiente trabajo, “La sombra del actor", sube notablemente el nivel, suponiendo tanto una excepción en estos años como su último buen trabajo. Y es otra película de actores (nominaciones a los Oscar incluidas), eminentemente teatral y escrita por Ronald Harwood según sus propias experiencias como asistente personal del mítico Sir Donald Wolfit, rotundo divo shakespeariano célebre entre los amantes del horror por su truculento protagonista para “La sangre del vampiro” (Henry Cass,1958) cuyo trasunto es aquí encarnado por Albert Finney, siendo el “vestidor” el no menos talentoso Tom Courtenay. Curiosamente Yates reencontraba en 1983 a dos de los actores más representativos de aquel free cinema en el cual él mismo se había iniciado. Finney, además lo reclamaría años después, en 1995, para una pequeña película irlandesa, “Una razón para luchar", acometida en unos años donde el cine del país obtuvo su momento-moda a raíz de los éxitos de Neil Jordan con “Juego de lágrimas” (1992) o del mediocre Jim Sheridan con “En el nombre del padre” (1993). Como se ve el sino de Yates era el de ir a remolque. 





Poco más ofrecen los 80. Un título totalmente desconocido, “Eleni”, que cuenta con una atractivo reparto que une a John Malkovich, Kate Nelligan y Linda Hunt entorno al asesinato 30 años antes, en Grecia de la madre del protagonista;  “Sospechoso”, un thriller judicial del montón para Cher y Dennis Quaid donde vuelve a coincidir con Liam Neeson, ya presente en “Krull”, la atractiva y malgastada intriga retro propuesta en “La casa de Carroll Street” con la inexpresiva Kelly McGuillis y el eternamente desaprovechado Jeff Daniels envueltos en un complot entorno al Comité de Actividades Antiamericanas a principios de los 50 y una lánguida decadencia progresivamente telefilmera que comienza en 1989 con la burda “Un hombre inocente”, en muchos aspectos derivación todavía más miserable del “Encerrado” que para Stallone, dirige ese mismo año el apreciable “John Flynn”.





Poco más, a no ser recordar su albor como director para una serie en TV, creo que se llegó a ver en España, que versionaba "Don Quijote" con protagonismo de dos intérpretes extraordinarios, John Lithgow y Bob Hoskins. Quedan sin recordar ni comentar algunos otros telefilmes de esa época cuyo interés se me escapa, francamente. Contemplada en conjunto la obra de Yates no parece muy estimulante, apenas cuatro o cinco películas, varías de ellas formidables, en medio de un mar de mediocridad. Pero no por ello merece el olvido, desde luego. Obsesionado como todavía estamos por la autoría, los artesanos siguen escapándose entre los dedos. Y más aquellos que ejercieron su oficio en un tiempo en el cual este ya era ninguneado por sistema. Yates fue condenado por sus éxitos, los cuales le obligaron a un tipo de carrera dentro de una industria llena de dudas y cambios como era la norteamericana en las décadas de los 60 y 70. Dependía del material de partida y carecía del genio necesario para sublimarlo cuando era mediocre, aunque si poseía la intuición y la profesionalidad necesarias para no desperdiciarlo cuando ofrecía potencial. Fue uno entre tantos, no un autor de álbumes conceptuales, sino solamente de canciones.




No hay comentarios:

Publicar un comentario