lunes, 5 de octubre de 2015

La antigüedad clásica en el cine (Classical antiquity in film)




La antigüedad clásica en el cine


Entre los muchos logros culturales del cine está sin duda la popularización del pasado, o si se prefiere, la comercialización de unas épocas y unos personajes a niveles masivos, a los cuales muy difícilmente hubieran llegado los círculos científicos. Las salas de cine han sido para algunas generaciones de espectadores unas singulares aulas de historia en donde se alternaban Billy el niño, Tarzán, Cleopatra, el Corsario Negro y Al Capone. Como los gánsters y los vaqueros, también los romanos se han hecho un lugar en el imaginario colectivo de unas generaciones que accedieron al conocimiento histórico a través de la pizarra del celuloide. Unos romanos, eso si, muy peculiares, que englobaban por igual a los forzudos héroes que se codeaban con dioses vengativos, a los feroces legionarios con plumero en la cabeza, a mujeres siempre medio desnudas para solaz del público masculino y a una civilización, en resumen, que se caracterizaba por la ausencia casi absoluta de pantalones, un mundo de piernas desnudas, de túnicas a medio muslo, de ingenuas falditas de vuelo: en definitiva, el universo peplum en toda su extensión.



Cleopatra (1934)


El término francés péplum, equivalente a nuestra expresión coloquial de película de romanos, describe en sentido preciso al conjunto de producciones realizadas entre mediados de la década de los años cincuenta y mitad de los sesenta que se ambientaban en la Antigüedad clásica.

Las definiciones más ortodoxas le conceden al peplum un lugar entre lo puramente fantástico y la reconstrucción histórica: una película de aventuras adaptada a unos hechos históricos. Permitiéndose una serie de licencias, el peplum busca conmover al público, pero nunca ofrecerle una reconstrucción verosímil de lo ocurrido.

La principal característica de todas estas representaciones del pasado es que lo muestran de una manera radicalmente maniquea (práctica común del cine americano de adjudicar el papel de malvados y opresores a actores ingleses, mientras los estadounidenses asumen siempre el rol de oprimidos y de luchadores por la libertad, ejemplos los encontramos en Quo Vadis o Espartaco). No hay lugar para los términos medios, la acción se presenta siempre como una lucha sin alternativas y sin matices entre los servidores del bien y los esbirros del mal.



Elizabeth Taylor y Richard Burton en Cleopatra.


Junto al maniqueísmo camina la presentación de los personajes como si fueran arquetipos. Todos siguen moldes similares. El aspecto físico juega un papel fundamental a la hora de que el público reconozca sin ningún problema a los personajes. Los héroes siempre serán jóvenes, bellos y de cuerpos musculosos. A los traidores y tiranos los delatarán los movimientos cautos y tendrán el cabello y la barba negra. Las heroínas, generalmente cristianas, tenderán a ser rubias, decentes e ingenuas. Mientras que las pérfidas paganas estarán todo el tiempo cultivando su lascivia dispuestas a seducir a los hombres (recuérdese a Claudette Colbert tomando baños de leche de burra en Cleopatra) y son altaneras, aristocráticas y lucen barrocos maquillajes.

De idéntico modo los colores establecen de forma meridiana una distinción inmediata: el blanco es el color de los buenos y el negro y el rojo son los tonos que adornan la maldad (el tiro de caballos negros del romano Messala frente a los caballos blancos de Ben-Hur).




"Quo Vadis"


Otro tanto podemos decir con respecto a su estructura. La exigencia de tener que mostrar forzosamente la Antigüedad como si de un atractivo espectáculo se tratara, provocando que las cintas acaben articuladas en torno a unas escenas núcleo que suelen coincidir con batallas, carreras en el circo, luchas de gladiadores u las orgías de turno. Esta manera de plantear las películas provoca que al final, las cintas de romanos repitan incansablemente la misma estructura y las mismas escenas, provocando el aburrimiento y desterrando toda posibilidad de innovación.

La tendencia a convertirlo todo en espectáculo deriva en lo que se ha dado en llamar el colosalismo: todo en la reconstrucción histórica tiende a lo exagerado.

Otra genuina señal de identidad del peplum es la violencia, que aparece en múltiples manifestaciones. Ya sea en batallas, combates en la arena, encarnizadas persecuciones o desastres naturales. Y de idéntico modo, el erotismo y la sensualidad aparecen como inseparables de las manifestaciones violentas.

La historia de Grecia y Roma que muestran estas películas disfruta de unos protagonistas de excepción, hablamos de los héroes. Estos justicieros tienen como denominador común el haber consagrado su fuerza al servicio de los más débiles; suelen brotar de la clandestinidad para enfrentarse a un entorno monopolizado por la corrupción y la lujuria. Sus costumbres son frugales, son parcos en palabras, sus sentimientos denotan simpleza de carácter y no suelen portar arma alguna salvo sus músculos, que son al tiempo su atributo más significativo, junto al minúsculo taparrabos, que sirve para subrayar la solidez de su cuerpo. Los héroes son los dueños de la fuerza, pero no de los ideales. Por regla general acaban poniendo sus músculos al servicio de otro que si logra los beneficios materiales. Y con tan exiguo bagaje son capaces de imponerse a todas las adversidades y obstáculos; se trata por tanto de una revalorización del individuo, de una muestra de confianza en el hombre que vence a la naturaleza, a la tiranía de otros hombres y al propio destino.





No resulta descabellado establecer una relación entre la producción masiva de pepla en la Europa de los años cincuenta y sesenta con la situación política del momento. Son los años de la Guerra Fría, de la dura reconstrucción tras el fin de la Alemania Nazi y de la Italia fascista y de la intervención de los Estados Unidos. Nuestros héroes también proceden del exterior (EEUU) y se encuentran con unas comunidades atrapadas bajo el gobierno cruel y despótico del tirano de turno (Hitler o Musolini); y son ellos y no las propias sociedades, los que derriban a los malvados y devuelven el poder a sus legítimos dueños. El peplum no es un género tan inocente como pueda parecer a simple vista.

A pesar de su aparente inocencia exterior, el peplum mantiene en su interior un fuerte componente ideológico: Roma aparece como una civilización decadente que sólo encuentra la salvación con la llegada del cristianismo. La presencia habitual de unos héroes encargados, ante la incompetencia de las comunidades y sus instituciones, de solucionar los problemas y reinstaurar el orden a fuerza de mamporros. En este tipo de películas se resalta por encima de todo la figura del líder, consolidando de esta forma una visión de la historia que le otorga a la individualidad el papel protagonista de los hechos.

La ideología que late detrás de todos estos mensajes es sencilla: a la postre el mal siempre es castigado, bien sea por obra de los hombres o por la mano divina.

Esta tebeización de la historia es debida a que en muy escasas ocasiones el cine utiliza fuentes clásicas de manera directa, sino que logran su información a través de intermediarios, como puede ser la novela histórica, o bien sencillamente se nutre de fuentes exclusivamente cinematográficas. Si a esto le unimos la influencia de otros géneros – melodrama, western – nos encontramos con que al final el peplum ha consagrado ciertos episodios y personajes de la Antigüedad utilizando la historia como simple excusa.





El segundo apartado que se pretende abordar aquí se ocupa de los episodios de la historia de la Grecia y Roma clásicas que han sido inmortalizados por el cine, y las razones o criterios que se han utilizado para elegirlos.

Del aproximadamente un millar de títulos que han elegido la Antigüedad como trasfondo de sus historias, la mayoría se ambientan en la civilización grecorromana que con diferencia, aventaja en cuanto a número a las películas centradas en Egipto, el Próximo Oriente Antiguo o los relatos bíblicos. Y dentro de la civilización clásica, es Roma la que ha despertado mayor interés.

Esta diferencia no obedece a la casualidad y puede ser explicada. La razón de ello estriba en que Grecia carece de conexiones inmediatas con el presente, es decir, que la historia de Grecia poco o nada tiene que ver con el contexto histórico en el que se realizaban y comercializaban estas películas.

Añadiendo a ello toda una serie de condicionantes que contribuían a la falta de atractivo que estas películas despertaban en el público. Condicionantes como el hecho de que la historia de Grecia adolezca de una unidad o de un periodo imperialista, el que no se registren episodios de persecuciones ni por supuesto se pueda explotar el morbo que levantan los mártires, que no exista una gran novela histórica en el siglo XIX, como si ocurre en el caso de Roma, que permitiera producir adaptaciones, o el que la civilización helena se forjara y floreciera no tanto por las armas y las guerras como por el arte y el pensamiento.





El cine abordó a Grecia desde tres grandes vías. En primer lugar trasladando a la pantalla sus leyendas y su mitología (Jasón y los argonautas, Lucha de Titanes), en segundo lugar, a través de su herencia literaria y en particular, el ciclo homérico (Ulises), y finalmente, repasando algunos episodios históricos (La batalla de Maratón, Los 300 espartanos, El coloso de Rodas). Muy escaso bagaje para consignar más de medio milenio de historia.

Frente a esto, Roma monopoliza la pantalla; y es que, entre una Grecia idealizada como cuna de la civilización occidental y una Roma decadente y pagana, el cine no duda en elegir el mal, que es más sencillo de mostrar y que siempre ha demostrado ser mucho más rentable. La Historia de Roma, además, permite establecer más paralelismos con la de Occidente del siglo XX y aparece más cercana, tanto en sus vicios como sus virtudes. No seamos ingenuos: Sócrates, Fidias o Afrodita no tienen nada que hacer en taquilla frente a un desequilibrado emperador llámese Nerón o Calígula, a ante una lasciva emperatriz.





El cine ha ido elaborando en el último siglo una nueva historia de Roma y la ha llenado de tópicos y guiños que ya forman parte de nuestro acervo cultural.

Así pues, el cine ha reescrito la historia de Roma, pero no ya como un relato verosímil sino como una leyenda, un universo fantástico que ciertamente encuentra su inspiración en los acontecimientos históricos, pero de manera liviana. En esta nueva historia, el cine ha condensado la importancia histórica de Roma en un siglo escaso, el que se extiende desde el final de la república hasta la muerte de Nerón; este corto periodo de tiempo aparece en la gran pantalla rebosante de persecuciones, martirios, fe, amor, violencia y crueldad. Un fresco espectacular en donde apenas cinco emperadores monopolizan el poder: Augusto, Tiberio, Claudio Calígula y Nerón.

En poco más de una decena de títulos la industria cinematográfica se ocupa de poner en imágenes los orígenes de Roma, el periodo monárquico y los inicios de la república. Hablamos de películas como Rómulo y Remo, La Leyenda de Enea o el Coloso de Roma.





Más presencia en las pantallas tenemos de las Guerras Púnicas, sobre todo de la Segunda. El interés por esta deriva de las analogías que podían hacerse entre el conflicto de Roma y Cartago con las aspiraciones imperialistas contemporáneas de Italia en el norte de África y en segundo lugar porque la epopeya de Aníbal en la península itálica ofrecía gran cantidad de alicientes para el cine, elefantes incluidos (Escipión el Africano y Aníbal).

Otras historias que han encontrado una respuesta positiva y abundante por parte de la industria cinematográfica han sido las revueltas de los esclavos encabezadas por un personaje como Espartaco, que se ha hecho un sitio de honor en la memoria colectiva de Roma y el personaje de Julio Cesar.

Pero para el cine Roma es ante todo el Imperio. Y ello se debe a que en el Imperio se produce la conjunción de una serie de elementos muy apetitosos para la pantalla y de los cuales los guionistas saben extraer el máximo rendimiento. Imperio es, para empezar, una larga nómina de emperadores locos, tiranos y dementes con el control absoluto en sus manos; Imperio son también mujeres libidinosas, presas de voraces e incontrolables apetitos sexuales (Agripina, Mesalina). Pero el Imperio es también otra mujer, la mujer cristiana, ingenua, humilde, fuerte en sus convicciones, que predica con el ejemplo de su martirio y que a la postre, acaba redimiendo a la Roma pecadora (Quo Vadis?). Y por último, Roma es también su propio final; Roma son los bárbaros, salvajes y aguerridas tribus a caballo que a su paso sólo dejan una estela de desolación (Attila, flagello di Dio). Como se puede apreciar, el cine ofrece una visión excesivamente reduccionista de la historia de Roma, relegando al olvido múltiples episodios y personajes.

En esa misma línea podemos señalar, además, la casi total ausencia de producciones que nos cuenten la historia desde el otro lado, es decir, la visión de los pueblos vencidos de Roma (“Los cántabros” de J. Molina, España 1980).





Así pues, Roma ha quedado convertida en un teatro donde tiene lugar la representación de una nueva historia elaborada por el cine en la que todo espectáculo. El cine de romanos va a suponer el que una cultura lejana en el tiempo y de carácter elitista se convierta en un elemento consagrado del imaginario popular; y el precio a pagar será el de la deformación histórica.

Así pues, podemos afirmar que en virtud del lenguaje fílmico utilizado, así como de los periodos históricos seleccionados, la industria cinematográfica nos ofrece un proceso de uniformización y también de simplificación del pasado. Amén de hacer de él un teatro donde sólo tiene cabida lo espectacular, lo pintoresco o lo excesivo.

El resultado de esta manera de concebir la historia es que el enorme legado de las civilizaciones griega y romana queda reducido a muy pocos aspectos gracias a la uniformización que padece el pasado.


(Publicado por gabol en Cine-clásico)


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